viernes, 23 de enero de 2009

Las máscaras de Dalí


Hoy se cumplen veinte años de la muerte del celebre pintor surrealista Salvador Dalí i Doménech, nacido en Figueres en 1904, y creador de mundos oníricos que reflejan las propias obsesiones y temores del pintor: relojes que se derriten y son devorados por hormigas, extrañas féminas cuyo interior se abre en forma de cajones, jirafas ardiendo, elefantes de patas extremadamente estilizadas, un huevo roto que desencadena el amanecer… Resulta casi imposible contemplar un cuadro de Dalí y quedar indiferente ante él. Pero también su persona despierta grandes preguntas: ¿dónde acaba el genio y empieza el loco? O viceversa…

Se necesitan más que cuatro o cinco párrafos para resolver el misterio de tan compleja personalidad, pero basta remontarnos a su juventud para descubrir algunas de las claves. En 1922, Dalí se trasladó a Madrid para estudiar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, alojándose en la célebre Residencia de Estudiantes. Por entonces, era un joven tímido e introvertido, que rehuía toda compañía y era tachado de excéntrico por sus compañeros, debido a la extravagancia de sus ropas y de su peinado. Fue Pepín Bello, otro famoso residente, quien descubrió el talento del catalán al entrar por casualidad en su cuarto y ver algunos de sus dibujos. Desde entonces, Dalí se convirtió en una figura popular en la Residencia, entablando una gran amistad con Pepín Bello, Luis Buñuel y Federico García Lorca, que llegó al curso siguiente. Fueron los tiempos de los anaglifos, la Sagrada Orden de Toledo de Buñuel, los carnuzos y los putrefactos, un término inventado por Dalí para describir a todas aquellas gentes y cosas consideradas caducas.

De aquella pandilla, la relación entre Dalí y Lorca fue la más profunda, llegando más allá de los años de la Residencia. Lorca se enamoró perdidamente del joven pintor, y este llegó a obsesionarse con el poeta, cuyo rostro comenzó a aparecer repetidamente en sus pinturas. Sin embargo, Dalí se negaba a aceptar del todo su relación con Lorca, y finalmente fue Buñuel quien, celoso de su profunda amistad, acabó distanciándolos, llevando a Dalí a su terreno. Ambos, Buñuel y Dalí, se trasladaron a París para iniciar su proyecto en común: la realización del cortometraje “Un chien andalou”. Para entonces, tanto Dalí como Lorca eran ya personalidades consagradas en su campo: la pintura y la poesía, respectivamente.

Poco después, Dalí conoció a Gala, ex-mujer del también surrealista Paul Eluard, y se casó con ella. Gala, bastante mayor que él, se convirtió desde entonces en su musa, a pesar de que su relación matrimonial no está del todo clara, al sostenerse teorías según las cuales Dalí era homosexual.

Y a partir de aquí, la carrera artística de Dalí se ve catapultada a la cumbre del éxito, a la par que se va labrando su elaborada serie de máscaras. Unas máscaras con las que consigue ocultar ante el mundo su propia inseguridad e introversión: la máscara de la presunción, la de la excentricidad, la de genio superior a todo y a todos… Y su más lograda máscara: la de loco. Porque Dalí nunca estuvo realmente loco, simplemente le interesaba estarlo. Y gracias a su brillante inteligencia creó una imagen de sí mismo capaz de despertar incluso más asombro que su propia obra pictórica. Así, inconscientemente –o tal vez más consciente de lo que creemos- se fue convirtiendo él mismo en uno de los putrefactos que en su juventud tanto había criticado. Llegamos a sus obras carentes de originalidad, a su desvergonzado franquismo, al petulante y sórdido negocio de su Teatro-Museo en Figueres. Ya ha perdido la magia, pero es conocido a nivel internacional.

Cabe plantearse si realmente hoy hacen veinte años de su muerte. Mi opinión es que hacen muchos más, porque el verdadero Salvador Dalí murió en algún momento indeterminado entre finales de los 20 y comienzos de los 30. El que desde entonces ocupó su cuerpo no fue más que un putrefacto cubierto de centenares de máscaras, máscaras con las que demostraba al mundo su terrible pavor hacia sí mismo.

Por eso dedico mi homenaje al verdadero Dalí: el que desconocía que 5 duros eran 25 pesetas, el que mandaba apasionadas postales a Lorca y dibujaba a su hermana Ana María asomada a la ventana… el que cazaba putrefactos al vuelo y los atacaba ferozmente desde algún Manifiesto Antiartístico, el que escondió su alma en aquel cuadro de 1927 titulado “La miel es más dulce que la sangre”… ese fue el verdadero genio.



¡Oh Salvador Dalí de voz aceitunada!
Digo lo que me dicen tu persona y tus cuadros.
No alabo tu imperfecto pincel adolescente,
pero canto la firme dirección de tus flechas.

Canto tu bello esfuerzo de luces catalanas,
tu amor a lo que tiene explicación posible.
Canto tu corazón astronómico y tierno,
de baraja francesa y sin ninguna herida.

Canto el ansia de estatua que persigues sin tregua
el miedo a la emoción que te aguarda en la calle.
Canto la sirenita de la mar que te canta
montada en bicicleta de corales y conchas.

Pero ante todo canto un común pensamiento
que nos une en las horas oscuras y doradas.
No es el Arte la luz que nos ciega los ojos.
Es primero el amor, la amistad o la esgrima.


Federico García Lorca, Oda a Salvador Dalí

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