lunes, 8 de septiembre de 2008

La maldición de los poetas


Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo poesía fue, antes que por otras razones, para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir. […]


Ángel González, introducción de Palabra sobre palabra



He aquí una sabia cita de un grandísimo poeta que puede servir de introducción para este cúmulo de pensamientos que trato de expresar.

Históricamente, el don de la poesía se ha considerado una admirable virtud. No hablo ya de tener un talento poético, sino simplemente de la capacidad de poder descargar en una hoja en blanco la terrible borrasca de sentimientos que luchan por escapar de un corazón demasiado estrecho. Ciertamente, es una virtud admirable, pero no por ello envidiable. No confundamos términos. La verdadera poesía, la que es capaz de llegar al fondo del alma y quedarse a vivir allí, para siempre; esa poesía no está compuesta solo de palabras, metáforas, hipérboles y demás recursos literarios. No: cada poema escrito de forma apasionada y sincera guarda en sí mismo un pedazo diminuto del corazón de su autor, o tal vez una mínima gota de su sangre. El poeta –el verdadero- se desangra un poco más en cada uno de sus versos, para acabar agonizando inmerso en su propia elegía. Forma parte de la maldición.

Basta pensar en los grandes poetas –Cernuda, Lorca, Ángel González, Alberti, Miguel Hernández...- para percatarse de que todos ellos tenían una común característica: no estar conformes con la Realidad. He aquí el primer síntoma de la enfermedad de la Poesía. Sí, siempre la Realidad que nos oprime, nos entierra, disuelve nuestros deseos cual si fuesen frágiles pompas de jabón. Ellos, estos grandes poetas; se sintieron encerrados en sí mismos, prisioneros de la Realidad; y no encontraron otra forma de escapar que por medio de los versos. Entonces, solo entonces; se percataron de que habían sido alcanzados por la maldición.

No creo en la poesía ligera, superficial, resonante, hueca. No creo en la poesía que canta a la felicidad eterna, a la plena satisfacción de los deseos. La poesía, para ser poesía de verdad; tiene que mostrar atisbos de esa lucha incesante contra la Realidad que el autor mantendrá durante toda su vida. Es la terrible consecuencia de la maldición: buscar una felicidad imposible y chocar siempre contra un muro. ¿El remedio? Escribir.

Un niño jamás podrá componer verdadera poesía; no por su inexperiencia o su corta edad, sino por su felicidad. Los días azules de la infancia no dejan lugar a preocupaciones, nostalgias o melancolías. En la infancia, todas las cosas tienen una clara transparencia de horizonte.

Si no rechazásemos la Realidad, no sería necesario derramar nuestra sangre en el cáliz formado por los versos. Por eso, cuando a alguien no le queda más remedio que hacerlo, presiente que indefectiblemente ha sido atrapado por la maldición. Y entonces ya no hay vuelta atrás: la Poesía dominará para siempre su vida. Es ese incesante rayo hernandiano que brota de nosotros mismos y sobre nosotros dirige la insistencia de sus lluviosos rayos destructores.

Los poetas malditos se encuentran dispersos en nuestras realidades, pero pueden esconderse detrás de cada esquina. No solo son malditos aquellos cuyos versos ilustran nuestros manuales de Literatura; hay cientos y cientos de malditos anónimos que buscan con desesperado afán encontrar un lugar en el mundo para sus composiciones, otros que simplemente escriben para el viento, e incluso hay aquellos que aún no se han descubierto a sí mismos.

Escribir poesía no es solo una virtud, también es una terrible maldición. Tal vez sería mejor no tener que escribir, no sentir la necesidad de expresar en unos versos lo que de otro modo resulta inexpresable. Pero ya no hay vuelta atrás. Y es que hace tiempo que descubrí que yo también soy una maldita.

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