martes, 26 de agosto de 2008

Incongruencias del siglo XXI


El nuevo milenio ha traído consigo una masiva revolución tecnológica y científica, además de una creciente deshumanización e informatización. Los libros han quedado eclipsados por el resplandor veleidoso de Internet, el romanticismo de las cartas se ha visto sustituido por la inmediatez del correo electrónico, la televisión ha pasado a ocupar un lugar central en el seno familiar. ¿Nostalgia? No siempre. Han sido descubiertos numerosos remedios contra enfermedades antiguamente mortales, avances científicos en clonación de células, establecimiento de leyes sociales más justas –aunque por desgracia los países tercermundistas no han avanzado en este sentido-.

En definitiva, un nuevo siglo que ha puesto patas arriba la clásica concepción del mundo que aún se conservaba en el cercano y a la vez distante s. XX. Por eso hoy nos asombra e indigna comprobar que existan leyes tan caducas como la que rige en la Catedral de Barcelona; donde se niega la entrada simplemente por llevar pantalones cortos. Esta catedral es solo un ejemplo, porque en numerosas iglesias no solo de España, sino de todo el mundo; los turistas podrán tener esta impresión de permanecer aún en la Edad Media.

La Iglesia católica ha ejercido a lo largo de la Historia una excesiva influencia, una influencia que ha tratado de paralizar el mundo esgrimiendo la mentira como arma y sembrando la ignorancia y la muerte entre los habitantes de nuestro planeta. Ha predicado el sometimiento, el sufrimiento, la represión; y ha impedido que los descubrimientos científicos pudieran salir a la luz en su momento. Al echar la vista atrás nos percatamos de la terrible verdad: la influencia de la Iglesia ha movido el mundo durante muchos siglos.

Pero resulta más aterrador comprobar que hoy en día, en plena era de la información, inmersos en lo que se ha denominado aldea global; la influencia de la Iglesia pueda seguir resultando tan avasalladora y terrible. Ocultas bajo su disfraz contemporáneo, las mismas voces de siempre mueven los hilos en la sombra. ¿Quién es el Papa para intervenir en leyes sociales como el matrimonio homosexual o en avances de la genética? ¿Cuál es su verdadero rol en nuestra sociedad? La reflexión resulta estremecedora, y más aún para los que no nos consideramos católicos.

El patrimonio artístico no debería pertenecer a la Iglesia, sino al pueblo en su conjunto; y no ser regido por caducas leyes católicas. La Iglesia habría de limitarse a un ámbito privado, sin tratar de paralizar –como ha venido haciendo hasta ahora- la evolución de un mundo que comienza a alcanzar un ritmo frenético. Por desgracia, el Estado sigue proporcionando ingresos a la Iglesia, y existen demasiados intereses en juego. Quizá si nuestras voces se alzaran todos llegaríamos a comprender que para conocer el fundamentalismo no hace falta irse a los países islámicos, porque nuestra vieja Europa no ha logrado libertarse aún del yugo de la religión.

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